Crisis del Antiguo Régimen y nacimiento constitucional (1808-1833)

Los sucesos revolucionarios acaecidos en 1789 (véase Revolución Francesa) al otro lado de los Pirineos, asustaron a los dirigentes españoles y provocaron un vuelco en la trayectoria reformista borbónica, empeñada en modernizar el país y acercarlo a Europa después de años de introspección y obligado repliegue. El motín de Aranjuez y las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII (llamado ‘El Deseado’) en Bayona a favor de Napoleón Bonaparte sumieron al país en una profunda crisis dinástica, a la vez que las tropas francesas, al amparo del Tratado de Fontainebleau, invadían la península con la excusa de un supuesto avance hacia Portugal. En medio de tanta confusión y vacío de poder, apenas una minoría sabrá aprovechar la delicadeza del momento para, en lugar de reclamar el retorno de ‘El Deseado’, acabar con el viejo orden y dar una réplica constitucional al Estatuto de Bayona, la carta otorgada jurada por José I en julio de 1808.

La etapa comprendida entre 1808 y 1814, marco cronológico de la guerra de la Independencia contra Francia y arranque convencional de la contemporaneidad española, se caracteriza por su permanente inestabilidad y los desequilibrios internos derivados del conflicto bélico y del poder bicéfalo existente en la península: por un lado, la solución oficial napoleónica que desde la aludida legitimidad coloca a José Bonaparte, hermano de Napoleón, en el trono de España, y por otro, el movimiento de las Juntas de resistencia aclamado por el pueblo y expandido por el reino hasta su consumación en las Cortes de Cádiz, símbolo de la resistencia nacional. Allí se irá fraguando, a partir de 1810, una importante reforma política, cuyo fruto más granado fue la Constitución aprobada el 19 de marzo de 1812, primera en la historia de España y una de las primeras del mundo. Ante la sorpresa de muchos, este renqueante país mediterráneo, típico representante del Antiguo Régimen, se convirtió de la noche a la mañana en abanderado del liberalismo constitucional, con innegable proyección exterior, sobre todo en la órbita americana.

El retorno de Fernando VII en 1814 truncó las ilusiones reformistas dando paso a un anodino reinado que se prolongó hasta 1833, caracterizado por la recuperación del más puro absolutismo, salvo el pequeño inciso correspondiente al Trienio Liberal (1820-1823). La histórica frase pronunciada por Fernando VII tras el levantamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla), “marchemos todos francamente y yo el primero por la senda constitucional”, pronto se demuestra incompatible con sus verdaderas intenciones. La ayuda de la Europa reaccionaria, materializada en el envío de tropas francesas al mando del duque de Angulema durante la primavera de 1823 (los denominados Cien Mil Hijos de San Luis), puso punto final a esta experiencia constitucional y cedió el paso hasta 1833 a la ‘Década Ominosa’, según el calificativo acuñado por la historiografía liberal. En el camino quedan las tristemente célebres depuraciones (‘purificaciones’), un ejemplo de la represión ejercida con los liberales —también en su momento con los afrancesados—, muchos de los cuales inauguraron un zigzagueante exilio político, convertido luego en una práctica recurrente de la España contemporánea.

El reinado fernandino, marcado por el desgaste personal de continuos desfiles ministeriales y la ausencia de alternativas en la resolución de los agobios presupuestarios, tuvo en la mediocridad su nota más destacada. La progresiva emancipación de las colonias americanas, aprovechando la flagrante debilidad de la metrópoli, contribuyó con la pérdida de mercados y descapitalización estatal, a desgastar la imagen de una España sin timón y en total bancarrota. Prueba de ello es que, al cierre de este primer tercio del siglo XIX, del viejo imperio ultramarino apenas restan Cuba y Filipinas, en vías de segregación. De ahí que no resulte extraño el colofón de tan irresoluto mandato: una compleja crisis sucesoria, delicada herencia que recibió el pueblo español a la muerte del rey, en septiembre de 1833, causante de tres guerras civiles entre carlistas y liberales a lo largo de la centuria decimonónica.

El contencioso entre los partidarios de Isabel II, hija de la regente María Cristina de Borbón y heredera del trono por la Pragmática Sanción de Fernando VII, derogatoria de la Ley Sálica, y los partidarios de Carlos María Isidro, hermano del monarca y presunto sucesor a la corona hasta las postrimerías del reinado, originaron las Guerras Carlistas, conjunto de conflictos que superan con mucho la sencillez interpretativa de un mero conflicto dinástico. Bajo este enfrentamiento de alcance mayoritariamente catalán y vasco se esconden, entre otros complejos ingredientes de guerra de religión, guerra de guerrillas y defensa foralista de privilegios locales, dos maneras contrapuestas de entender el presente y el porvenir: la del campesinado y su entorno agrario, frente a la celeridad del mundo urbano; la bandera de la descentralización del viejo régimen, en lugar del liberalismo económico en ciernes; la pervivencia de rancios valores y tradiciones, en contraposición a la secularización homogeneizadora del régimen burgués. Con negros presagios inició su andadura el régimen liberal.

0
1.1K
RSS
Нет комментариев. Ваш будет первым!