El pretorianismo del siglo XX: la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)

Frente a la interpretación tradicional del periodo comprendido entre 1923 y 1930 como un paréntesis en la historia de España, acogiéndose a las propias palabras del dictador, recientes investigaciones apuntan a que la balsa de aceite y el adormecimiento sólo constituían mera apariencia. La “letra a noventa días” con que Miguel Primo de Rivera se presentó al país, dispuesto en tan breve plazo de tiempo a restablecer el orden público y abandonar de inmediato la escena política, poco tenía que ver con la realidad. Se produjo, por el contrario, un sexenio de férreo control gubernamental, en el que se consumó el hundimiento definitivo de los viejos partidos dinásticos de la Restauración y fracasaron estrepitosamente los conatos reformistas de impronta monárquica (maurismo, mellismo).

La singular figura del capitán general de Cataluña, que accedió al poder manu militari cuando muchos creían que los pronunciamientos eran agua pasada, resultó controvertida y, salvo la fidelidad irreductible de Eduardo Aunós, la mayoría de sus biógrafos rechazan la imagen regeneracionista de ‘cirujano de hierro’ y salvador de España. Su escasa formación intelectual y demagogia popular quedaron patentes desde un principio, como denota el célebre ‘Manifiesto’ fechado el 12 de septiembre de 1923, inicio programático tanto de su pintoresca literatura como de su trayectoria al frente de los destinos de España. La anuencia regia al golpe, otorgó vía libre al primer gobierno exclusivamente militar de la historia de España, una experiencia que se prolongó hasta finales de 1925 y centró su mensaje en la recuperación del orden público y la firma de la paz exterior, aunque para ello se exigió un alto precio (disolución de las Cortes, suspensión del texto constitucional, proscripción del comunismo y el anarquismo, rechazo de la vieja política, la lucha de clases y el regionalismo, entre otras agresiones).

La victoria española en suelo marroquí tras el desembarco de Alhucemas, entre aplausos caseros e internacionales animó a clausurar el Directorio militar y sustituirlo por otro civil, extensible hasta la aceptación alfonsina de la dimisión del general en enero de 1930. De momento, lejos de retirarse en consonancia con la argüida provisionalidad, Primo de Rivera se afanó por institucionalizar el régimen dotándolo de tres pilares básicos: un partido político, amparado por el ejecutivo y beneficiario del aparato del Estado (la Unión Patriótica), unas Cortes incondicionales de matiz no decisorio (Asamblea Nacional Consultiva), y un tardío y deslavazado borrador constitucional de signo ultraconservador (proyecto de 1929). Durante este Directorio civil, personalidades como el mencionado Aunós o José Calvo Sotelo, responsables de los Ministerios de Trabajo y Hacienda, practicaron una política social corporativa para la que obtuvieron colaboración socialista en su dimensión política y sindical, y una política económica de signo intervencionista, censurada por desaprovechar estos años de coyuntura alcista. Con todo, algunas realizaciones novedosas, como la creación del monopolio fiscal de Campsa en contra del parecer de poderosos grupos de presión, resultaron más rentables a las arcas del Estado que las estimaciones de partida medianamente optimistas.

La inoperancia de unas instituciones prefabricadas, el descontento de cualificados sectores financieros que veían tambalear sus prerrogativas, la oposición estudiantil, y las discordias en la institución militar con motivo del conflicto artillero y la implantación del ascenso por designación en detrimento de la antigüedad, sumieron al régimen en el más absoluto desconcierto. La caída del dictador pronto arrastrará al rey y a la propia monarquía, herida de muerte por la aceptación en su día del levantamiento golpista y por su estrecha complicidad con un orden de talante autoritario y pseudodemocrático.

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